Insisto, sin haber estudiado en el “Manolito Aguiar” de Marianao ese lugar es parte de mí.
La mayoría de los que compartimos aulas en los predios de Ciudad Escolar Libertad fue a cursar el nivel preuniversitario a ese centro educativo; por lo que otros, me incluyo, sin pertenecer al staff de estudiantes adora el mencionado sitio rozando el éxtasis de la veneración porque, indefectiblemente, nos vinculamos.
Fiestas, trabajos voluntarios, conciertos, juegos de béisbol… Cualquier tipo de actividad organizada por mis eternos compañeros de clase, mis hermanos, provocaba que me personara.
No importaba el régimen cuasi militar imperante en los camilitos, estudié desde 1984 a 1987, ¡felizmente!, en los de Capdevila, sino compartir con tantos allegados lindos.
Si la convocatoria para “el fetecún” era fin de semana no había problemas, días laborales era la cuestión.
Mes de mayo de 1987.
Roly Ruiz, ese grandulón imprescindible, me comunicó de un juego de béisbol que se iba a efectuar, después de un trabajo voluntario, en el terreno del preuniversitario.
-¿Vas a venir?
-Sí – contesté –. Además, de todas maneras voy al trabajo voluntario. ¡Tú sabes!
-Estás en mi equipo. Eres receptor y quinto bate.
Y me aparecí con mi indumentaria: La de trabajo, aunque soy medio vago, y la de béisbol: traje completo, arreos de cátcher (Por esa época quería llegar a ser como Pedro Medina) y una pelota, ¡nueva de paquete!, marca Rawlings, regalo de mis primos Tato y Caquito que en ese momento residían en Venezuela.
-Con esto le vamos a caer a palos a cualquiera – le comenté a Roly – Esto camina que da calambre.
En efecto.
Comenzó el juego y también una verdadera paliza. Alguien protestó por mi presencia, alegando que yo no estudiaba en el “Manolito”, pero hicieron caso omiso al reclamo y el partido siguió.
Parte alta del sexto inning. Nosotros, de visitadores, ganábamos, creo, que 16 a 2, y vine al bate con Roly en segunda por largo doblete entre los jardines central y derecho.
Me posiciono en home. Abro las piernas con el bate a todo lo largo. El pitcher lanza y… ¡Tinnnnnnnnnnnnnnnnn! Sonó el aluminio.
-Corre, Aldo, corre…
“¿Para qué?”, pensé mirando cómo la pelota se elevaba, se elevaba, se elevaba por el jardín izquierdo, pero…
-¡Me van a matarrrrrrrrrrrrrrrrrr!
La bola, que se fue de homerun, cayó en la calle y fue a dar contra el portal de una casa donde había una señora descansando, y aunque la bola no le golpeó (De haberlo hecho yo estuviera preso todavía) no la quería devolver.
A los gritos la emprendía con todo el que se acercaba intentando recuperar el artefacto de juego.
-Señora, ruego que me escuche – susurré delante de ella.
Y seguían los improperios que no voy a repetir.
-Yo bateé la pelota y yo soy el dueño de la pelota.
¡Y la voz de la señora más se hizo sentir!
-No quiero que me devuelva la pelota.
-¿Y para qué viniste?
-A comprarle la pelota.
Silencio abrupto y miradas de desconcierto sobre mí.
-Le doy diez pesos por ella.
Abrió los ojos dominada por la sorpresa.
Diez pesos, en esa época, eran diez pesos. ¡Una fortuna, como aquel que dice! Con diez pesos íbamos a Coppelia en taxi, nos reventábamos tomando helados y regresábamos, también en taxi, con descomposiciones de estómago.
-¿Diez pesos?
-Sí, señora.
-Bueno, dando y dando – acotó desconfiada.
Fue el precio de recuperar la pelota, regalo de mis primos, y de continuar el juego de béisbol; si mal no recuerdo, una de las ocasiones en las que no me importó echar pá’lante “un pesca’o”, así le dicen al billete de esa denominación en Cuba, aunque el presupuesto con el que contaba para ese fin de semana disminuyó considerablemente.