Catalina y Romualdo

«Todo es mentira, la vida es una mentira; vivir, ¿para qué?», susurraba Catalina.

Ella amaba a Romualdo– lo amaba con locura, lo veneraba de veras–, su imposible y gran amor, a pesar de que las imposiciones naturales le impedían concretar el idilio; a pesar de las innumerables ocasiones en las que provocó un encuentro a solas, siempre recibió el mismo castigo: un duro encierro en sus aposentos.

«Para mí lo significa todo. No dejo de pensar en ella y en el momento de poder romper con el abismo que nos imponen. ¡Nada ya necesito para darme cuenta de que el amor mío hacia ella es infinito. Sé que soy cursi, pero no me importa. Mis amigos se burlan, pero no comprenden que la cálida presencia de Catalina excita mi estructura mental», pensaba Romualdo, no pudiendo ocultar– ¡jamás!– el insoportable dolor que la separación provocaba en su músculo cardíaco.

Catalina– con imponente personalidad hacía recordar a la zarina rusa, de ahí su nombre; además, «es de armas tomar como tu tocaya “La grande”, comentó alguien de su círculo más íntimo»– estaba tan entronizada en los pensamientos de Romualdo, que– no todos los días, sino todo el día– cavilaba la manera de escapar y establecer con su amada una existencia en común.

«Déjalos que hagan lo que quieran», «¡no! Sería una herejía», «pero, ¿cuál es el problema?», «ella tiene que unirse con alguien con alguien de su clase, de su realeza, no con ese mataperros de cuarta», «sería interesante ver los hijos que…», «¡no insistas que no lo voy a permitir! Yo me encargaré de encontrar un pretendiente para Catalina, déjame, sé lo que hago».

El amor de Catalina y Romualdo– que en otra época hubiera inspirado a William Shakespeare– era único e irrepetible para los tiempos que corren.

Sonaba un reggaetón y ella pensaba en un poema de Pablo Neruda, de Dulce María Loynaz o de Federico García Lorca; para Catalina nada significaba «La gasolina», «hasta abajo, papi, hasta abajo», «Felices los cuatro», «”perrea”, mami “perrea”»… «me encanta el baile», dijo a unas amigas, «pero sin Romualdo todo es tristeza y desengaño. Me gusta el “perreo”, pero en su compañía».

Él, ¡asombrosamente!, se había alejado de las juergas en bares y cantinas– un ejemplo vivo de estar «desengañado de bares y cantinas, de tanta hipocresía, de tanta falsedad»–; en lugar de cervezas tomaba leche, el agua natural había desplazado a las líneas de whisky y de coñac, y los tragos– entiéndase «Daiquirí», «Cuba libre», «Destornillador», «Caipiriña», «Piña Colada»…– literalmente, los había multiplicado por cero para hacerlos desaparecer de su vida!

«Te extrañamos, viejo», le comentó un amigo; «te queremos, ¡vámonos una noche a farrear como antes!», le suplicaron otros, pero Romualdo– sumido en una extrema depresión– no ofrecía vestigios de respuesta positiva ante las súplicas de los que le querían bien.

«Tú llegaste a mi cuando me voy», cantaba Catalina anegada en llanto; «eres luz de abril yo tarde gris», repetía Romualdo aguantando las lágrimas– por el aquello de que los representantes del sexo masculino no lloran– intentando despedazar el nudo que el recuerdo de su amada le producía en la garganta.

Una noche ella murió– «dicen que murió de tristeza, yo sé que murió de amor»–, falleció tranquila, en silencio, sin dejar escuchar sus acostumbrados maullidos lastimeros.

Cuentan los vecinos del barrio que minutos después– también esa noche, obviamente–, en la residencia contigua a la de Catalina, un aullido de dolor antecedió al último estertor de Romualdo.

Finalmente hubo consenso.

La Asociación Protectora de Felinos y la Agrupación Nacional de Caninos Sin Raza Específica acordaron que si habían emprendido juntos el vuelo a la eternidad, nada más justo que compartieran el lecho en el descanso eterno.

Dicen que la incertidumbre se apodera de los que leen la lápida sin conocer, aunque sea someramente, los intríngulis de tan hermosa historia.

Y así terminó un amor

Hermoso idilio, sin respaldo

Aquí yace Catalina

Yace aquí junto a Romualdo

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